Varón de entre 25 y 45 años, corpulento, de apariencia “correcta” aunque “algo desaliñada”, hábil mentiroso, con una “mente organizada” para planificar crímenes” y muy habilidoso con el cuchillo. Este es el perfil de Jack ‘El destripador’ que dibuja el internista Antonio Domínguez-Muñoz en su estudio Jack el Destripador: Mito y realidad tras 120 años, publicado en la web psiquiatría.com.
Domínguez-Muñoz ha llevado a cabo una minuciosa revisión de toda la bibliografía y el material audiovisual disponible acerca de los hechos que sucedieron en Londres entre el verano y el otoño de 1888, cuando una serie de prostitutas murieron a manos de un sádico que convirtió la mutilación de sus víctimas -a las que arrancó útero, riñones y corazón- en una seña de identidad.
Estos datos son interpretados por el médico a la luz de los últimos estudios sobre psicología criminal. La conclusión: Jack’ El Destripador’ fue sin duda «un asesino adelantado a su tiempo», que consiguió ocultar su identidad por matar a desconocidas y no ser descubierto nunca en el lugar de los hechos. El autor del estudio se atreve incluso a considerarlo «un caso único» por ser ‘Jack’ aún hoy, el asesino sin nombre y sin móvil conocido.
Más grande que el mito que envuelve al asesino son, desde el punto de vista de este internista, las incógnitas que aún existen sobre el personaje que se escondía tras este alias, sobre el verdadero número de prostitutas que mató -unos autores consideran que fueron 11 los crímenes cometidos, mientras que otros ciñen la acción del verdadero ‘Destripador’ sólo a cinco– y sobre el motivo que le llevó a cometer unos asesinatos de los que, según el estudioso, lo placentero «no era matar, sino mutilar a la víctima» y conseguir los ‘trofeos’ que forma de víscera que le «excitaban» e impulsaban a cometer nuevos crímenes y que incluso, pudo llegar a comerse.
Y es que ‘Jack’ no violaba a sus víctimas, ni vivas ni muertas. Acababa con ellas «de forma rápida, silenciosa y eficaz» asfixiándolas por la espalda para después degollarlas y dedicarse el resto del tiempo a despedazar sus cuerpos con ‘encarnizamiento’, señal que constituía una «firma» inconfundible en sus asesinatos y que, a juicio del experto, era clara muestra de que el criminal sufría un síndrome conocido como picquerismo, por el que el enfermo sólo obtiene placer sexual a través del uso de un arma blanca para apuñalar o cortar.
A juicio del autor de estudio, el personaje que aterrorizó Londres durante los últimos años del siglo XIX fue un asesino sádico que bien podría presentar en su personalidad trastornos disociativos que hicieran de el un sujeto con varias ‘caras’ o ‘personalidades’, que pudo llegar a practicar el canibalismo y que, a juzgar por el brusco cese de sus actos tras su asesinato más brutal, el de Mary Jeanette Kelly, podría haber acabado suicidándose, una posibilidad que, según el doctor Domínguez-Muñoz, fue «muy valorada» por la Policía de la época para señalar a un sospechoso, Montague Joh Druitt, un cirujano de buena familia que acabó sus días en ahogándose en el Támesis y que, pese a los indicios en su contra, contaba «con una buena coartada» para uno de los principales crímenes, el de Annie Chapman.
Fuente:www.azprensa.com