Fue una noche clara que alumbraba tan sólo el lucero/ Junto a mi humilde ventana «te juro –decía–, mi amor es eterno»/ Yo le di mi vida y entre dulces promesas se fue/ Sola y conmovida a la reja mi amor le confié.
En 1932, Luis César Amadori, que como cineasta dirigió casi cincuenta películas, entre ellas Dios se lo pague, El barro humano y Nacha Regules, escribió estos versos que son parte del tango Ventanita florida. Como ésta, cientos de canciones, en los más diversos géneros y en la música de todo el mundo, lamentan la fugacidad del amor, la decepción en que termina la esperanza de que un sentimiento se prolongue y se consolide en el tiempo. El cine, la literatura, las leyendas urbanas, las creencias personales, la iconografía amorosa de nuestra cultura, parecen reforzar esa idea.
¿Es así? ¿El tiempo es el verdugo del amor? ¿Todo amor es una ráfaga? En su clásico ensayo El amor y Occidente, el sociólogo e historiador suizo Denis de Rougemont dice que el amor feliz no tiene historia. «Sólo el amor mortal es novelesco; es decir, el amor amenazado y condenado por la propia vida –reflexiona–. Lo que exalta el lirismo occidental no es el placer de los sentidos ni la paz fecunda de la pareja. Es menos el amor colmado que la pasión de amor.»
Este patrón afectivo, que con facilidad suele llevar a confundir sufrimiento con amor, se ve reforzado en tiempos que, como el presente, están atravesados por la ansiedad y tienen la fugacidad como sello. La velocidad se ha convertido en un valor en sí mismo y los resultados son más importantes que los procesos a través de los cuales aquéllos se alcanzan. Esto tiene sutiles y profundas repercusiones en el plano de las relaciones de pareja. Para entenderlas, conviene echar una mirada en perspectiva.
Los artefactos de cualquier tipo (de comunicación, electrodomésticos, informáticos, de transporte) deben ser siempre de última generación, aunque estén en perfectas condiciones y presten sus servicios de una manera adecuada. El delivery, la entrega a domicilio, excede el campo de la comida y se extiende a todos los ámbitos de la vida cotidiana. De una manera subrepticia, se instala también en el espacio de las relaciones humanas. Quien afine la percepción, escuchará con frecuencia (o se sorprenderá oyéndose decir a sí mismo) frases del tipo: «Esta relación no me sirve», «así no me servís», «esta pareja no me sirve». Cuando la base de un vínculo es la utilidad, ésta se debe comprobar de modo inmediato. Si no es así, se impone seguir en la búsqueda del «útil» de marras. Entonces se cambia de amigo sin haber profundizado la amistad, de socio sin haber desarrollado la sociedad o de pareja sin haber profundizado en los alcances del posible vínculo amoroso. La ansiedad reemplaza a la paciencia. Se aspira a llegar sin viajar.
De relojes y de brújulas
Como señala Stephen Covey (especialista en crecimiento personal, autor de Los siete hábitos de la gente altamente efectiva), vivimos en una era en la que el reloj ha desplazado a la brújula. Si advertimos que aquél marca el tiempo pero no aclara los rumbos ni permite fijarlos o saber dónde estamos, se comprende el dramatismo de la metáfora. «En tu relación con cualquier persona pierdes mucho si no te tomas el tiempo necesario para comprenderla», advierte Covey. Buena premisa para adoptar cuando se trata del amor en los tiempos de la velocidad.
El tiempo no puede ser suprimido como factor esencial en la construcción de una relación amorosa que aspira a la felicidad. Tampoco la brújula. No sólo se trata de que una pareja perdure en el tiempo, sino de que lo haga unida por un propósito común. Es decir, la duración de un vínculo no es un valor en sí mismo ni se logra por arte de magia. Lo primero significa que, si bien muchas parejas pueden extenderse en el tiempo, no necesariamente eso significa la existencia de un sólido y profundo lazo de amor. Pueden hacerlo por convicciones religiosas, por creencias familiares que no se cuestionan o no se atreven a transgredir, por mutuas conveniencias, por temor a la separación y a la soledad, por considerar que una separación puede dañar a los hijos, por temor a la mirada de los otros o al juicio social.
En cuanto al amor por arte de magia, si bien la fe en su existencia está muy extendida en nuestra cultura y ha sido alentada por diversos medios, lo que parece cierto cuando se observan las experiencias amorosas duraderas y felices es que el amor que las alimenta ha sido una construcción constante y consciente, un trabajo cotidiano no siempre evidente ni espectacular.
Acaso un buen ejemplo de esto sea el de Florence y Perry Arrowsmith, un matrimonio londinense que se formó el 1° de junio de 1925 y que hoy, 81 años más tarde, es el más duradero de los que se tenga noticia. Ella tiene 101 años y él, 106. Tres hijos, seis nietos y nueve bisnietos más tarde, sintetizaron durante una entrevista con la BBC el secreto de su perduración con una frase en apariencia simple: «Nunca nos vamos a la cama enojados el uno con el otro».
Parece sencillo. Sin embargo, en esas doce palabras puede encerrarse el secreto de la construcción a largo plazo. No es lo mismo irse a la cama sin discutir que hacerlo sin enojo. La discusión puede no existir simplemente porque hay uno que calla sus necesidades, sensaciones o sentimientos. O por falta de comunicación. Pero la ausencia de enojo generalmente es el resultado de un consenso, de la resolución funcional del desacuerdo que pudo haberlo provocado. Y una pareja es exitosa en la medida en que aprende a integrar sus diferencias, a convertirlas en fuente nutricia para la existencia del vínculo.
Toda pareja parte del encuentro entre dos seres únicos, singulares e inéditos. Por lo tanto, abundarán entre ellos las diferencias. Algunas pueden resultar inconciliables, como las que se refieren a valores o a elementos constitutivos y estructurales de cada persona (características físicas, origen, historia). Estas disparidades resultan fuertes y definitorias, pero son las menos. La mayoría de las diferencias suelen ser complementarias. Entendidas de esa manera, enriquecen la relación, permiten a cada uno alimentarse de elementos que no le son propios y hacen que en la sociedad amorosa la suma de uno más uno no dé por resultado dos, sino una cifra nueva e inédita, especial, que sólo puede tomar el nombre y la forma que le imprime el encuentro entre esas dos personas específicas.
Un nuevo concepto
No siempre la construcción del vínculo amoroso se consideró así, como bien lo señala el sociólogo alemán Ulrich Beck, uno de los más prestigiosos estudiosos contemporáneos de los procesos sociales. En su libro El normal caos del amor, Beck describe cómo la idea del amor es relativamente nueva, ya que hasta no hace mucho (poco más de un siglo) el concepto de familia prevalecía sobre el de pareja. Familia era la institución que ayudaba a conservar una idea de ordenamiento social y no sufría cambios de generación en generación. Dentro de ese concepto, el individuo no era lo más importante.
A raíz de los movimientos sociales del siglo XX (en particular el de la emancipación de la mujer), el individuo –sus derechos, sus elecciones– comenzó a tomar un lugar predominante en el escenario social. Diferenciación, identidad, intimidad, respeto, elección, se convirtieron en conceptos cargados de contenido. Y las parejas que se prolongaron en el tiempo comenzaron a hacerlo por nuevas y poderosas razones.
Si, como señala el psicoterapeuta transaccional Luis Casado, de la Universidad de Barcelona, el matrimonio nació como una institución destinada a un ordenamiento de las filiaciones, las herencias y los parentescos, hoy la construcción, la consolidación y la permanencia de un vínculo de pareja obedece a otras causas. Para Casado, autor de La nueva pareja, el ser humano tiene tres necesidades básicas: 1) amor, bajo la forma de aceptación y valoración; 2) estructura; es decir, un espacio de pertenencia y reglas de juego claras en éste, y 3) encontrar un sentido a su vida, el «para qué». Construir una relación de pareja que atienda estas necesidades puede asegurar su permanencia y consistencia.
El amor duradero requiere investigación y experiencia, y el cumplimiento de ciertas condiciones:
• La primera persona: clara conciencia de las propias necesidades y posibilidades, de los sentimientos y sensaciones individuales, y la determinación de expresarlos.
• El otro: respetar al otro como alguien diferente de uno mismo; desarrollar la capacidad de escucharlo, registrarlo, percibir a ese «tú» que hace posible la noción de «yo». Sólo esto permite crear un «nosotros» significativo.
• Las diferencias: un «yo» y un «tú» determinan la existencia de dos seres distintos, diferentes, que no están hechos a imagen y semejanza del deseo del otro. Reconocer y explorar las diferencias –complementarlas– potencia el vínculo.
• El misterio: alude a aquella parte del otro que se hace inaccesible, no por ocultamiento, sino porque corresponde a sus zonas más esenciales e intransferibles. Un misterio no es un secreto y exige ser respetado.
• La aceptación: una vez conocidas las diferencias y respetados los misterios de cada uno, la aceptación aparece como requisito esencial del vínculo. Aceptación no es tolerancia (aguantar la «imperfección» del otro) ni resignación. Significa tomar por bueno lo dado. El otro es quien es, la más actualizada versión de sí mismo.
• El tiempo: conocer, ser conocido; aceptar, ser aceptado; explorar diferencias; tender puentes entre ellas; todo esto requiere tiempo. La ilusión, la magia y el enamoramiento son instantáneos; no necesitan conocer ni profundizar. El amor sí: por eso el tiempo es una de sus condiciones básicas.
• El encuentro: el verdadero encuentro afectivo entre dos personas se produce cuando ha habido complementación de diferencias y aceptación. Un vínculo de largo alcance no comienza por el encuentro, sino que llega a él como parte de un proceso.
• La responsabilidad: el respeto hacia el otro, la comprensión de que no es alguien al servicio de las expectativas de uno conllevan al ejercicio de la responsabilidad. Un vínculo responsable es aquel en el que cada quien responde por sus actos ante sí y ante el otro, sin necesidad de buscar «culpables» externos o internos.
• El acompañamiento: quienes llegan a acompañarse a lo largo de un prolongado y esencial tramo de sus vidas suelen hacerlo no como producto de un juramento inicial, sino de las experiencias compartidas, los proyectos cumplidos, los propósitos alcanzados y el reconocimiento mutuo.
Un puerto de llegada
En definitiva, estas condiciones vendrían a decir que el amor duradero es un punto de llegada antes que un punto de partida. Una experiencia de construcción, una tarea en la cual cada persona se revela ante la otra en sus luces y en sus sombras. Como dice el filósofo Sam Keen en su libro Fuego en el cuerpo, el espacio de unión así constituido «puede ser el mejor hospital en donde reponerse de las antiguas heridas. La alquimia del amor incondicional que nos sanará –dice Keen– sólo se produce cuando un hombre y una mujer, conocedores de lo mejor y de lo peor de cada uno, aceptan finalmente lo inaceptable del otro y queman los puentes». De esto hablan, a su manera, los testimonios que se pueden leer en estas páginas.
Lo cierto es que el amor que dura es, de alguna manera, un amor que cura. O que previene. «Si logramos que nuestra pareja funcione y perdure habremos agregado unos cinco años a nuestra vida –afirma el doctor Paul Pearsall, de la Escuela de Medicina de Harvard y creador de la psiconeurosexualidad–. Mientras dure ese vínculo seremos más saludables; no digo que no existirán enfermedades, pero sí que dispondremos de lo que la investigación denomina amortiguador basado en el vínculo. Es un regalo de Dios por nuestro compromiso. La verdadera recompensa consiste en que conocemos lo que es el amor real.» Un amor que, según él, «no sentimos, sino que construimos».
Arnold Lazarus, psicólogo clínico, profesor emérito de las universidades de Rutgers y de Yale, autor de Mitos maritales, describe así esa construcción: «Una pareja debe ajustarse a rutinas diarias que incluyen comer, vestirse, trabajar, sincronizar actividades y conductas. El objetivo es construir un capital común de actos, hábitos y experiencias que resultan de una profunda aceptación mutua, sin las falsas esperanzas y las imposibles ilusiones del ideal romántico».
Hay parejas que logran perdurar en el tiempo sin olvidar que constituyen un organismo vivo en permanente transformación, y que no pierden la capacidad de observarse, de escucharse, de sorprenderse. Acaso ellas son las que, al decir de Francesco Alberoni, célebre sociólogo italiano autor de Enamoramiento y amor, han superado el «grueso error de confundir el flechazo con todo el proceso amoroso en su complejidad». Son las que, por ese motivo, quizá nunca pronuncien versos dolidos como los de Ventanita florida. Probablemente a ellas les vayan mejor los que canta el mexicano José José en «Del altar a la tumba»: Te dije que tu vida y mi vida se juntan/ que siempre seré tuyo del altar a la tumba…
* El autor es escritor, especialista en vínculos humanos. Entre sus libros se cuentan Vivir de a dos y Las condiciones del buen amor (Del Nuevo Extremo).
La cambiante historia del amor
Alan Riding / NYT
PARIS.– En el constante marketing del sexo y la violencia, la cultura popular de Occidente ignora, con demasiada frecuencia, la cambiante cara del amor. No en el sentido de chico encuentra chica: ese aspecto está cubierto por filmes, novelas y canciones, azucarados y melosos. Lo que no existe es el reconocimiento de que el amor es algo más que un sentimiento: a veces puede ser un preciso –y perturbador– índice de la evolución social.
Esa es, al menos, la premisa de una inusual exhibición que por estos días puede verse en la Maison de la Villette, en el este de París. L’amour, comment ça va? (¿Cómo anda el amor?) pregunta el título. Y la muestra ofrece una respuesta, pero no por medio de dulces imágenes de amantes paseando a orillas del Sena, sino con una mirada del amor a través del prisma de las convulsiones sociales francesas de los últimos cuarenta años.
Alette Farge, historiadora, y una de las que organizaron la muestra junto con la socióloga Rose-Marie Lagrave, afirma que en cualquier historia del amor la gente espera imágenes de contacto físico y belleza, pero lo interesante es mostrar qué difícil resulta amar hoy: «En el siglo XVIII, un hombre y una mujer vivían juntos durante tres o cuatro años, debido a las guerras, epidemias, muerte durante el parto y demás. Nunca como hoy las parejas nunca han tenido que vivir juntas durante tanto tiempo». Las organizadoras alegan que el amor está actualmente expuesto no sólo a nuevos desafíos, sino a la prolongada prueba del tiempo.
Para ilustrar este hecho, Farge y Lagrave han recurrido al talento de artistas como André Masson y Barbara Kruger, cineastas como Michelangelo Antonioni, Pedro Almodóvar y Wim Wenders, y fotógrafos como Robert Mapplethorpe, Raymond Depardon y Stanley Greene, entre muchos otros. El mosaico de imágenes resultante refleja la experiencia de las sociedades occidentales en las que las pautas del amor han sido alteradas por nuevas variables: el feminismo, la homosexualidad, el sida, la longevidad, los matrimonios tardíos y las madres solteras, la cirugía plástica, la moda, la declinación de los índices de nacimiento, la publicidad, la inmigración y el desempleo. En otras palabras, en ninguna parte el amor existe en un vacío. Debe enfrentarse constantemente con nuevos problemas, libertades y expectativas.
La primera sección de la muestra examina los cambios en el lugar de trabajo. La decadencia de la industria pesada, por ejemplo, en Francia y en otros países, ha incrementado el desempleo y dificultado la vida de las parejas casadas y la de sus familias. Tal vez el dinero no pueda comprar amor, pero rara vez florece en medio de las penurias económicas. Este mensaje se centra en las décadas de 1980 y 1990.
Esas décadas fueron una decepción después de las luchas sociales de las décadas de 1960 y 1970, que constituyen el tema de la segunda sección de la muestra. En Francia, esas luchas incluyeron el movimiento estudiantil de Mayo de 1968, que marcó a una generación, y también una intensa campaña para conseguir mayores derechos para las mujeres, control de la natalidad, legalización del aborto y leyes más severas para penalizar la violación.
La sección final de la muestra salta al siglo XXI, «del amor a la subversión». Con ese rótulo se alude a la alteración de las leyes tradicionales del amor, a medida que las personas se disponen a buscar nuevas versiones de la felicidad, tal como lo revelan el creciente número de matrimonios gays junto con la disminución de los matrimonios heterosexuales, la obsesión con la apariencia física y el anonimato de las citas por Internet.
Pero no todo en la muestra es solemne. De hecho, un film breve, Pacotille, de Eric Jameux, atrajo una multitud. En el film, Thierry le regala a Karine un collar con un pequeño corazón y señala las inscripciones. De un lado dice: «Más que ayer»; del otro: «Menos que mañana». Karine no entiende. Thierry le explica que cada día la ama más. «¡Pero dijiste menos!», le replica ella. Thierry intenta explicárselo de nuevo, pero sin resultado. «Quiero a alguien que me ame lo mismo cada día», declara Karine… y lo deja plantado.
* El autor es escritor y periodista
Traducción: Mirta Rosenberg/The New York Times
Fuente:31.7.06 – La Nación. Sergio Sinay. Base de datos: Dr. Argañaraz – sexologiamed@ciudad.com.ar